Raro y precioso don es el arte de la Abstracción, por virtud del cual un individuo puede divorciarse del ambiente que lo circunda toda su vida a tal punto que le permite obtener una vista panorámica de las condiciones en que ha vivido y se ha agitado; sacándolo del estudio de Platón, por tiempo suficiente para contemplar las realidades como son, y las sombras como parecen. Si pudiera un médico alcanzar tal arte, encontraría en el estado de su profesión un tema que exigiría por igual el ejercicio de las facultades máximas de descripción e imaginación, a la par que la más profunda intuición filosófica. Poseyendo puramente la sabiduría que se adquiere en el despacho y la que comparto con mis camaradas de prisión, esta tarea resulta superior a mi ambición y a mis fuerzas, pero a fin de recalcar como procede lo que deseo grabar en vuestros corazones, debo primeramente referirme a ciertas características distintas de nuestra profesión.
I. CUATRO GRANDES CARACTERÍSTICAS DEL GREMIO
Noble linaje
Como todo lo que es bueno y duradero en este mundo, la Medicina moderna representa un producto del intelecto griego, que tuvo su origen cuando aquel pueblo maravilloso creó la ciencia positiva o racional, cabiendo en gran parte la gloria de ello a los médicos que, según observa el profesor Gomperz (en el brillante capítulo dedicado a “La edad de la ilustración,” Greek Thinkers, tomo 1), desde muy temprano enfocaron la luz del espíritu de la crítica sobre las opiniones arbitrarias y supersticiosas que reinaban acerca de los fenómenos de la vida. Si la ciencia iba a adquirir algún día “hábitos exactos constantes en vez de perderse en un laberinto de fantasía, tenía que ser por medio de la tranquila investigación metódica.” “Es gloria inmortal de la escuela de Cos que introdujo esta innovación en el dominio de su Arte, y ejerció así el influjo más beneficioso sobre toda la vida intelectual del género humano. ¡La ficción a la derecha! ¡La realidad a la izquierda! He ahí el grito de combate de esa escuela en la guerra que fue la primera en librar contra los excesos y defectos de la filosofía natural” (Gomperz). El sentido crítico y la actitud escéptica de la escuela hipocrática establecieron los fundamentos de la medicina moderna dotándola de vastos contornos, y les debemos: primero, la emancipación de la medicina de los grillos del sacerdocio y de la casta; segundo, la concepción de la medicina como arte basado en la observación exacta, y como ciencia, parte integrante de la ciencia del hombre y la naturaleza; tercero, los elevados ideales morales expresados en el más “memorable de los documentos humanos” (Gomperz), el juramento de Hipócrates; y cuarto, el concepto y comprensión de la medicina como profesión de un caballero cultivado.CCEn ninguna parte de la literatura encontramos un cuadro tan encantador que muestre la posición del médico cultivado en la sociedad como el retrato trazado por Platón en los Diálogos, de Erixímaco, hijo también de un médico, Acumeno. En aquella época tan brillante el médico era el compañero y el amigo, y en los certámenes intelectuales el igual de los espíritus más escogidos. Ninguna otra profesión puede vanagloriarse de la misma continuidad de métodos e ideales, y en verdad podemos sentirnos bien orgullosos de nuestra sucesión apostólica. Escuelas y sistemas han florecido y desaparecido, escuelas que rigieron por generaciones enteras las doctrinas de nuestro gremio y sistemas que murieron antes que sus fundadores; las filosofías de una época se han convertido en los absurdos de las siguientes, y la necedad de ayer ha pasado a ser la sabiduría de mañana a través de largas edades que aprendieron lentamente lo que nos apresuramos a olvidar en medio de todos los cambios y venturas de veinticinco siglos, a la profesión jamás le han faltado miembros que vivieran a la altura de esos ideales griegos, que fueron los de Galeno y Areteo, de los médicos de las escuelas de Alejandría y de Bizancio, de los mejores árabes, de los médicos del Renacimiento, y que son los nuestros hoy día.
Notable solidaridad
Otra característica distintiva es la notable solidaridad, y a ninguna otra profesión puede aplicarse en el mismo sentido la palabra universal. La célebre frase usada acerca de la Iglesia Católica resulta en verdad mucho más propia cuando se aplica a la medicina. No es la prevalencia de la enfermedad o la existencia en todas partes de grupos especiales de individuos que la tratan lo que expresa esa solidaridad, sino la identidad de nuestras ambiciones, nuestros métodos y nuestro trabajo en todo el mundo civilizado. El arrancar a la naturaleza los secretos que han preocupado a los filósofos de todas las edades, perseguir hasta sus guaridas las causas de la enfermedad, correlacionar los vastos caudales del saber a fin de poderlos utilizar sin tardanza para la profilaxis y curación de la enfermedad, he ahí nuestras ambiciones. El cuidadoso observar de los fenómenos de la vida en todas sus fases, normales y pervertidas, perfeccionar ese más difícil de todos los artes, el arte de la observación, pedir su ayuda a la ciencia de la experimentación, cultivar la facultad pensante, a fin de poder distinguir lo verdadero de lo falso, de ahí nuestros métodos. Impedir la enfermedad, aliviar el sufrimiento y curar a los enfermos, he ahí nuestro trabajo. La profesión es en efecto una especie de gremio o hermandad, todo miembro del cual puede desempañar su oficio en cualquier parte del mundo, y encontrar allí hermanos cuyos métodos y lenguaje, y cuyos propósitos e ideales son idénticos a los suyos.
Carácter progresista
Basada en la ciencia, la Medicina ha seguido y participado de sus fortunas, de modo que en el despertar que ha hecho el siglo xix memorable entre todos los siglos, la profesión recibió un impulso avivador más poderoso que en ningún otro período de su historia. Con la única excepción de las ciencias mecánicas, ningún otro departamento del saber humano ha experimentado una transformación tan profunda, tan profunda que nosotros los que hemos crecido en ella apenas si apreciamos su naturaleza trascendental. Y no tan sólo en lo que se ha logrado realmente en lo relativo a desenredar las causas de la enfermedad, perfeccionar los métodos de la prevención, y aliviar en gran escala los sufrimientos, sino también en la eliminación de las viejas fórmulas, y la substitución del espíritu científico de la investigación por los dogmas férreos, vemos una promesa de proezas aún mayores y de un porvenir más glorioso.
Peculiar beneficencia
Y por fin, la profesión médica se distingue de todas las demás pos su peculiar beneficencia, pues es la única que realiza la obra curativa en una forma joviana y cuasi-divina, repartiendo gratuitamente dones verdaderamente prometeicos. Entre los que me escuchan no faltan quienes hayan visto llegar tres de los regalos más beneficiosos que recibiera la raza desde que el gran Titán robó el fuego a los cielos. Buscad las escrituras de la obra humana, y no encontraréis nada que se iguale en beneficio a la introducción de la anestesia, el saneamiento, con todo lo que esto comprende, y la asepsia -aporte apenas de un breve medio siglo a la solución práctica de los problemas del sufrimiento humano, considerado como eterno e insoluble. En este negocio tenemos un monopolio casi exclusivo, pues nadie compite activamente con nosotros, y menos que nadie las otras profesiones liberales que continúan marchando por sus viejos cursos. Cada pocos años vemos alguna conquista nueva, de modo que hemos dejado de asombrarnos. La labor de media docena de individuos, encabezados por Laveran, ha convertido los desiertos de la tierra en habitables, y hecho florecer el yermo como la rosa. La labor de Walter Reed y sus compañeros probablemente hará la fiebre amarilla tan rara en el viejo continente hispano como lo es el tifo entre nosotros. No parece que haya límite a las posibilidades de la medicina científica, y en tanto que los filántropos se dirigen a ella como si fuera la esperanza de la humanidad, los filósofos contemplan como en una visión lejana, una ciencia con la cual pueden cumplirse las palabras proféticas del hijo de Sirac. “Paz a toda la tierra”.
Jamás ha sido más brillante el horizonte de la profesión. En todas partes el médico está mejor preparado y mejor instalado que hace veinticuatro años. La enfermedad es comprendida más perfectamente, estudiada más cuidadosamente, y tratada más diestramente. La suma media del sufrimiento humano ha sido reducida en una forma que hace regocijar a los ángeles. Han desaparecido las enfermedades conocidas de nuestros padres y abuelos, la mortalidad de otras va descendiendo casi hasta cero, y las medidas sanitarias han mermado las tristezas y alegrado las vidas de millones de seres. Las extravagancias y modas, profanas y médicas, tal vez no hayan disminuido en número ni menguado en su capacidad para desanimar a los débiles de corazón que no se dan cuenta de que hasta el final de los tiempos la gente tiene que imaginarse cosas vanas, pero bien ínfimas parecen si las comparamos con los adelantos colosales del último medio siglo.
Sin embargo, tan vasta y compuesta se ha vuelto la profesión que la separación fisiológica en la cual las partes interdependientes están debidamente unidas, tiende a volverse patológica, y aunque algunas partes experimentan esfacelo y degeneración, otras, traspasando sus límites normales, constituyen tumores desfigurantes y peligrosos del cuerpo médico. Son internos, no externos los peligros y males que amenazan la armonía entre las unidades y sin embargo, en esta profesión más que en ninguna otra, debido a las circunstancias que he mencionado, es posible obtener la completa unidad orgánica. De los muchos obstáculos que obstruyen la senda me falta tiempo para hablar, pero hay una fase del asunto sobre la cual me gustaría llamar vuestra atención abrigando la esperanza de que lo que diga parezca oportuno.
Quizás no haya pecado que nos asedie tan fácilmente como es la idea de una superioridad engreída sobre los demás. No podemos llamarle siempre orgullo, ese pecado capital, sino que más a menudo tratase de una actitud mental que o bien conduce al fanatismo o al prejuicio, o a una fe tan absurda en las creencias y opiniones propias que no deja tolerar hábitos y pensamientos que no se conformen a los nuestros. No hay poder humano que pueda evitar en absoluto las manchas de ese vicio; todos estamos enfangados en él, algunos muy poco y otros sobremanera. Participando en su naturaleza de la inquina, no tiene la intensidad de la envidia, el odio y la malicia, pero lo separan de ellos matices delicados. Tal vez sea rasgo perfectamente inocuo, y hasta divertido tanto en las naciones como los individuos y tan bien lo pintaron Charelt, Horace Vernet, y otros en el carácter de un sectario entusiasta llamado Chauvin, que el vocablo se ha convertido en un mote que denota espíritu fanático e intolerante. El significado del término ha sido ampliado, convirtiéndose en sinónimo de cierto nacionalismo, de un provincialismo estrecho, o de un parroquialismo mezquino. No expresa el brioso apasionamiento del jingoísmo, que estalla en frases sonoras, mientras que el chauvinismo es una propiedad del espíritu, una fase intelectual mucho más sutil y peligrosa. El primero suele afectar más las clases educadas, mientras que el otro es pandémico entre la loca multitud -“ese enorme y monstruoso fragmento, que dividido está compuesto de hombres y criaturas razonables de Dios, pero mezclados forman una gran bestia, un monstruo más prodigioso que la Hidra” (Religio Medici).
Dondequiera que se encuentre, y en cualquier forma, el chauvinismo representa un gran enemigo del progreso y de la paz y la concordia entre las distintas unidades. No tengo tiempo, y aun teniéndolo, me falta capacidad para retratar esa flaqueza en todas sus variedades, y no haré más que tocar a la ligera algunos de sus aspectos nacionales, provinciales y parroquiales.
II. EL NACIONALISMO EN MEDICINA
El nacionalismo ha sido la gran plaga de la humanidad, sin que en ninguna de sus otras encarnaciones haya tomado proporciones más horribles el Demonio de la Ignorancia, y a ninguna otra obsesión nos entregamos tan fácilmente. ¿Por quién se elevan tedeums más resonantes que por el carnicero que degüella docenas de miles de pobres muchachos obligados a cruzar los fuegos de la hoguera encendida a ese Moloc del nacionalismo? Vicio de la sangre, del plasma más bien, devora a la raza, y ruge tan desenfrenado hoy como antiguamente a pesar de todos los preceptos de la religión y la práctica de la democracia. Tampoco vemos esperanzas de un cambio; el púlpito calla, la prensa agita la llama, la literatura se le prostituye, y a la humanidad le gusta que siga la danza. No es que el nacionalismo resulte pernicioso en todas sus fases. ¿Respira en alguna parte del globo un individuo de alma tan mísera que no se enorgullezca de saber lo que ha hecho y sufrido la gente de su sangre para convertir a su país en lo que es? Un individuo está suficientemente justificado en sentir justo orgullo en su patria y en el lugar de su nacimiento. Lo que yo condeno es ese maldito espíritu de la intolerancia, concebido en la desconfianza y cultivado en la ignorancia, que crea una actitud mental eterna y hasta acerbamente antagónica a todo lo extranjero, que subordina en todas partes la raza a la nación, olvidando los derechos superiores de la fraternidad humana.
Aunque la medicina hállase empapada en todas partes en características nacionales, esas fases más amplias de la profesión a las que me he referido -nuestro linaje común y la comunidad de intereses- deben siempre protegernos contra las tendencias más viciosas de ese pecado, si no las vedan del todo. Y sin embargo, no puedo declarar, como me gustaría hacerlo, que estamos absolutamente libres de esta forma del chauvinismo. ¿Podemos decir que en nuestra capacidad de médicos, ya ingleses, franceses, alemanes o americanos, nuestra cultura es siempre cosmopolita y no nacional, que nuestra actitud mental es siempre franca, abierta y amistosa hacia los franceses como hacia los ingleses, hacia los americanos como hacia los alemanes, y que estamos a todas horas y en todos los sitios libres de prejuicios y a todas horas exentos de esa sensación de complacida superioridad sobre los demás? En los últimos años han tejido una unión más íntima entre la profesión de los diversos países el Congreso Internacional y las reuniones internacionales de las sociedades especiales, pero no basta con esto ni ha desaparecido ni mucho menos la actitud hostil. En la ignorancia tiene esto su raíz. Cuando un médico habla despectivamente de la posición y trabajo de su profesión en cualquier país, o cuando un profesor os dice que no haya inspiración en la labor de sus colegas extranjeros, hay que repetir las palabras del proverbio árabe: es un mentecato, ¡rehuidle! El conocimiento completo, que es lo único que dispersa las nieblas de la ignorancia, sólo puede obtenerse por medio de los viajes o con una familiaridad profunda con la literatura de los diversos países. La mejor vacunación contra el mal que condeno consiste en mantener relaciones personales con sujetos de diversas tierras en la edad en que la mente todavía es joven y plástica. El médico que una vez se sentara a los pies de Virchow, o que escuchara a Traube, o Helmholtz, o Cohnheim, jamás contemplará con ojos enemigos la medicina o las técnicas de Alemania. ¿Quién dio jamás con un discípulo inglés o americano de Louis o de Charcot que no amara la medicina francesa, si no por sí misma, al menos por la reverencia sentida hacia el gran maestro? ¡Que vayan al extranjero nuestros jóvenes, en particular los que aspiran a enseñar! Cierto es que en su patria encontrarán laboratorios y hospitales tan bien montados como los mejores del mundo, pero también pueden encontrar fuera de ella más que lo que sabían que buscaban: simpatías más dilatadas, ideales más elevados, y algo quizás de una Weltcultur que les servirá toda su vida como el mejor escudo contra el vicio del nacionalismo.
Después del conocimiento personal de los hombres, el conocimiento de la literatura profesional de diferentes países hará mucho para contrarrestar la intolerancia y el chauvinismo. No son tantos los grandes trabajos disponibles en el departamento de la medicina en que un sujeto está interesado que no pueda familiarizarse con su contenido, aunque esté en tres o cuatro idiomas. Pensad en el ímpetu que la medicina francesa dio a la profesión en la primera mitad del siglo pasado, en la deuda que todos debemos a la ciencia alemana en la última mitad, y en la lección que ofrece la aplicación práctica del saneamiento y la asepsia. Una de las principales glorias y de las características únicas de nuestra profesión es que, poco importa en qué parte del mundo se ejecute un trabajo, si posee algún valor, es utilizado rápidamente. Nada ha contribuido más a desnacionalizar la profesión del continente que por un lado la cordial recepción brindada a los buenos médicos de los países europeos que unieron su destino al nuestro; y por otro, el influjo de los jóvenes de este país que han regresado de Europa con una mentalidad tan amplia como la profesión misma. Reina así aquí un espíritu de sabio eclectismo y una inclinación a tomar lo bueno dondequiera que se encuentre, lo cual augura bien para el futuro. Un individuo se beneficia inmensamente si es gran admirador de los héroes y la historia de los maestros de la medicina contribuye mucho a estimular nuestra ambición y a despertar nuestras simpatías. Si la vida y trabajos de hombres tales como Bichat y Laënnec no hacen vibrar el corazón de un joven y lo hacen sentirse orgulloso de Francia y de los franceses, debe ser un tunante sin caletre. Al leer la vida de Hunter, de Jenner, ¿quién piensa en la nacionalidad que se esfuma y desvanece en nuestro interés en el hombre y en su trabajo? En los días gloriosos del Renacimiento no había nacionalismo en medicina, sino un hermoso espíritu católico que permitía que lumbreras como Vesalio, Eustaquio, Stensen y otros se sintieran en su patria en todos los países de Europa. Aunque esto resulta imposible hoy día, un gran profesor de cualquier país puede conquistarse un público universal en nuestra literatura periódica, que tanto ha hecho para convertir la medicina en cosmopolita.
III. EL PROVINCIALISMO EN LA MEDICINA
Aunque podemos felicitarnos de que el nacionalismo va despojándose, en la medicina, de sus más feas características, ante la cultura amplia y el conocimiento más íntimo y abierto que imponen las relaciones más estrechas entre los países de habla inglesa, ciertas circunstancias han favorecido el desarrollo de una subvariedad muy repugnante, y que podemos llamar provincialismo o seccionalismo. En cierto sentido, la profesión de este continente es muy homogénea. Un joven puede prepararse para su curso médico en Luisiana e ingresar en el Colegio McGill, o llegado del Estado de Oregón, puede ingresar en el Colegio Dalhousie, de Halifax, y no en uno ni en otro se sentirá extraño o entre extraños, apenas coja el pie. En la vida universitaria existe un frecuente intercambio de maestros y profesores en todas partes del país. Para mejorar sus conocimientos, el estudiante va, sin obstáculo, donde se le antoja: a Harvard, McGill, Yale o Johns Hopkins. Las varias sociedades médicas de los dos países de Norteamérica están sin excepción abiertas a los miembros de la profesión en conjunto. El Presidente de la Asociación de Médicos Americanos este año (Dr. James Stewart), es un vecino de esta población, la cual, según creo, dio también el año pasado presidentes a dos de las sociedades especiales. Las principales revistas están sostenidas por médicos de todas las secciones. Los mismos tratados y manuales se encuentran por igual en todas partes; es más, existe una notable homogeneidad en la profesión de habla inglesa, no tan sólo en este continente, sino en todo el mundo. Naturalmente, en comunidades muy esparcidas el seccionalismo -la impresión o convicción de que la parte es mayor que el todo- existe, pero va de capa caída; una gran función de las asociaciones nacionales consiste en engendrar un espíritu de armonía y de confraternidad entre las unidades esparcidas por estas vastas tierras. Pero padecemos por demás de un provincialismo que gradualmente nos ha subyugado, y que tuvo primitivamente su origen en el esfuerzo realizado para aliviar condiciones intolerables en sí mismas. He elogiado la unidad de la profesión de este continente, notable en todos sentidos, y sin embargo, desde otro punto de vista es lo más heterogéneo jamás conocido. La democracia en todo su auge se aproxima a la tiranía, y según observa Milton, los que más proclaman la libertad pueden convertirse en sus peores explotadores (o esclavizadores). La tiranía de las uniones obreras, de los trusts, y de una prensa irresponsable pueden oprimir tan pesadamente al pueblo como la peor de las autocracias. Y ¡extraña ironía del destino! La democracia de las Juntas de Licenciatura de las Provincias y Estados ha impuesto en algunos años un yugo más duro que el que soportan nuestros hermanos en la Gran Bretaña, y que tardó generaciones en forjarse.
La deleitable libertad de relaciones a que me referí, aunque amplia y generosa, se limita a la vida intelectual y social, y del lado práctico no tan sólo faltan afabilidad y cortesía, sino que vemos alzarse las vallas de un provincialismo rígido y circunscrito a cada Estado, como si fuera el gran muro de la China. En el Dominio del Canadá hay ocho puertas de entrada a la profesión, en los Estados Unidos casi tantas como Estados, en el Reino Unido de la Gran Bretaña diecinueve según creo, pero en el último la licencia otorgada por cualquiera de esos organismos autoriza a un individuo para inscribirse en cualquier parte del reino. La democracia en todo su auge ha producido en este hemisferio una situación mucho peor que aquélla en que el conservadurismo de muchas generaciones ha sumido a la profesión de la Gran Bretaña. Pero no me propongo tocar el origen y desarrollo de las juntas a que me he referido. En lo tocante a organización ya se ha alcanzado el ideal; es decir, que la profesión elige su propio Parlamento, al cual se le encomienda la fiscalización de todo lo relativo a la licenciatura. El reconocimiento, en alguna forma, de este principio democrático, ha constituido un gran medio de elevar el nivel de la enseñanza médica, y en la mayoría de los Estados de la Unión ya se exige un mínimo de cuatro años de estudios y un examen del Estado para obtener permiso para ejercer. Todo esto está muy bien. Sin embargo, ha llegado la hora de que la profesión se dé cuenta de la anomalía representada por la existencia de ocho juntas de licenciatura en el Dominio del Canadá, en el cual las juntas han existido por más tiempo, y ha existido siempre mayor uniformidad en el programa de estudios médicos. Al cabo de tantos años un joven diplomado en Toronto, médico inscrito en la provincia de Ontario, no puede ejercer en la provincia de Quebec, en su propio país, sin someterse a una multitud de vejámenes de la mente y la bolsa; o un diplomado en Montreal e inscrito como médico en esta provincia, no puede ir a Manitoba, también en su propia patria, y seguir su carrera profesional sin más desembolsos y penalidades -esto es, repito, un insulto; es el provincialismo desbocado. El hecho de que subsista una situación tan pestífera en las varias provincias de este Dominio y en tantos Estados de la Unión, pone de manifiesto lo que he dicho acerca de la tiranía de la democracia, y de cómo los grandes esclavizadores de la libertad son los que más la proclaman.
El hecho de que haya que buscar el remedio para esta situación viciosa en proyectos de ley en el Dominio y en las juntas de exámenes de Estados Unidos, indica hasta donde nos hemos hundido en el más angosto provincialismo. La solución parce sencilla, en particular en este país, con su uniformidad de métodos de enseñanza y de duración de los cursos. Un espíritu generoso que diera a las leyes locales interpretación liberal, que limitara su hostilidad a la ignorancia y al vicio, que prestara tanta consideración al bien del gremio en conjunto como al de la profesión de cualquier provincia -un espíritu semejante cerniéndose sobre las aguas pronto calmaría las obras furiosas de la discordia. La solución del problema depende de la actitud mental del médico general en todas las provincias. Si lo consideran en forma amistosa y desapasionada, pronto se eliminarán los obstáculos que parecen tan duros. En cambio, si los abordáis con un espíritu chauvinista, plenamente convencidos de que las condiciones superiores y sin paralelo de vuestra provincia se ven amenazadas por la reciprocidad o por la legislación federal, el actual anticuado y vergonzoso sistema tendrá que esperar para desaparecer hasta que se levante una generación más joven y más inteligente.
Haría mal en alejarme de este tema, que me es familiar desde mis días de estudiante por el interés que en él tomara aquel clarividente y noble individuo, el Dr. Palmer Howard, haría mal, digo, si no rindiera tributo al Dr. Roddick por el celo y perseverancia con que se ha esforzado para fomentar la consolidación de la fractura cominuta y compuesta de la profesión de este Dominio. He aquí mi actitud en lo relativo a la inscripción internacional, intercolonial e interprovincial: todo médico que presente pruebas de preparación apropiada y esté inscrito en su propio país, y que posea credenciales de buena conducta expedidas a la fecha de su partida, debe ser acogido como hermano, tratado como tal en cualquier país, e inscrito una vez que pague los honorarios habituales. El tratamiento poco generoso que reciben los médicos ingleses en Suiza, Francia e Italia, y el estado caótico de lucha intervecinos que reina en este continente, indican hasta qué punto un chauvinismo miserable puede corromper los grandes y nobles hábitos que deben caracterizar a una profesional liberal.
Aunque no germano al tema, permítaseme referirme a otro punto en relación con las juntas de los Estados, o sea una tergiversación, según creo, de sus funciones. La profesión pide que el médico que se presenta para el ingreso en sus filas sea de buena conducta y apto para ejercer la ciencia y el arte de la medicina. Lo último es fácil de averiguar si médicos prácticos cuentan con un sitio y dotación apropiados para realizar exámenes prácticos. Muchas de las juntas no se han mantenido a la altura de los tiempos, y las preguntas que formulan revelan a menudo desconocimiento de los métodos modernos, lo cual quizás haya sido inevitable, dado que al designar a los examinadores, no siempre ha sido posible escoger peritos. Lo cierto es que, por bien organizadas e instaladas que estén dichas juntas, no pueden examinar debidamente en las ramas científicas, ni hay tampoco para qué recargar a los candidatos con nuevos exámenes en anatomía, fisiología y química. Las Juntas de Provincias y de los Estados han hecho una gran obra en pro de la enseñanza médica en este continente, la cual coronarían y extenderían eliminando desde ahora todos los exámenes teóricos y limitando las pruebas exigidas para la reválida a un rígido examen práctico en medicina, cirugía y obstetricia, que comprendiera todas las asignaturas menores.
IV. EL PARROQUIALISMO EN LA MEDICINA
Sobre los aspectos parroquiales y más personales del chauvinismo vacilo en hablar; todos nosotros exteriorizamos, por regla general, inconscientemente algunas de sus variedades. Las condiciones con que nos rodeas y aprisiona la vida, ya sea en la ciudad o en el campo, en la universidad u otra institución, imprimen casi inevitablemente hasta a los sujetos más liberales un dejillo de parroquialismo, como la tierra en que vivimos nos hace copiar el acento que oímos. El dicho atribuido a Ulises: “Parte soy de todo lo que a diario encuentro,” expresa el positivo influjo que ejerce sobre nosotros el ambiente social, pero no encarna toda la verdad, puesto que las dimensiones de la parroquia que representan el número de puntos de contacto, revisten menos importancia que la fibra mental del individuo. ¿Quién no ha conocido vidas de la mayor nobleza y vigor tratadas en todos sentidos y encadenadas por lo más sórdido y vulgar. Vidas esas que reflejan la libertad e independencia disfrutadas por las mentes inocentes y tranquilas a pesar de aprisionarlas muros de piedra y rejas de acero? En cambio, repasemos la historia del progreso de la profesión, y encontraremos que individuos de lo más reaccionario y retrógrado, saturados por el más pernicioso chauvinismo, han figurado entre los profesores y médicos de las grandes ciudades y de los grandes centros médicos, lo cual comprueba que la mente constituye su propia ciudadela, y puede por sí misma independizar a un hombre del medio en que se debate.
Hay ciertos matices y variedades del parroquialismo que distan mucho de ser odiosos, y pueden inspirar muchos excelentes rasgos del carácter de una persona. Por ejemplo, ¿qué hay más natural que el orgullo que sentimos en nuestros profesores, en la universidad en la cual estudiamos, y en el hospital en que se nos adiestra? Malucho es aquel ser que no albergue tales sentimientos, que solo traducen una lealtad honorable, más que también degeneran fácilmente en una baja tolerancia que mira con desdén a los médicos de otras escuelas y de otras técnicas. El orgullo puede igualmente hallarse en razón inversa a lo justo de las pretensiones. Hay suficiente campo para una rivalidad honesta y amistosa entre las escuelas y hospitales, y sólo un ciego chauvinismo hace que una persona revista una actitud hostil e intolerante apenas oiga mencionar cierto nombre. Tanto los alumnos y los médicos deben recordar que todo elogio exagerado de una institución o de una persona acaso engendre la actitud mental tan bien representada en aquel ateniense ignorante que, cansado de oír siempre llamar justo a Arístides, echó con todo placer mano a la concha del ostracismo y hasta le preguntó al mismo Arístides, a quien no conocía, que se la marcara.
Un tipo bastante común del chauvinismo universitario se manifiesta en el mezquino espíritu desplegado demasiado a menudo al llegar el momento de hacer nombramiento para algún cargo. El profesorado, la columna más móvil del gran ejército de la profesión, debe ser reclutado previo cuidadoso estudio de la actitud, y haciendo caso omiso de los factores locales tan propensos a afectar la selección. Los cruces consanguíneos son tan dañinos para los colegios como para el ganado. El intercambio, en particular de jóvenes, estimula sobremanera, y la completa emancipación de las cátedras que ha tenido lugar en la mayor parte de nuestras universidades debe extenderse a las facultades de medicina. Nada quizás haya hecho más para colocar a la medicina alemana al frente de la ciencia hoy día que su profesorado peripatético, que rindiendo su único vasallaje a la profesión en conjunto, está independiente de restricciones cívicas, y a veces hasta de limitaciones nacionales. Ya reconocemos este principio con respecto a las cátedras científicas y cada vez lo observamos con mayor frecuencia, pero cuando tratamos de extenderlo a otras cátedras da origen de cuando en cuando a manifestaciones del parroquialismo más desenfrenado.
Otra lastimera expresión del chauvinismo universitario quizás sea fruto de la concurrencia extremada que existe actualmente de los círculos científicos. En vez de una generosa apreciación de la labor realizada en otros sitios, vemos una hostilidad latente y una mezquindad de criterio que armoniza muy poco con el verdadero espíritu de la ciencia. Peor aún es el laboratorio cerrado a piedra y lodo, en el cual imperan la sospecha y la desconfianza, y en que todos se muestran huraños y temerosos de que alguien averigüe o descubra algo sobre el trabajo allí llevado a cabo. No vemos ¡gracias a Dios! a menudo con espíritu espurio y bajo, pero existe, e insto asiduamente a todo joven que se encuentre involuntariamente en un laboratorio saturado en esa atmósfera, que lo abandone antes de que se le infiltre el contagio en el alma.
El chauvinismo en la unidad, en el médico general, reviste mucho más interés e importancia. No deja de ser divertido el leer y oír hablar de la desaparición del médico de familia, cuando jamás hubo una época de nuestra historia en que estuviera más en evidencia, en que gozara de más prosperidad, en que tuviera tanto porvenir o en que su poder fuera tan absoluto en la comunidad. ¡El público hasta se ha vuelto sentimental al discutir a su médico! Sin embargo, es el que todavía sigue haciendo el trabajo; los consultores y los especialistas hablan y escriben, y ¡cobran los honorarios! Cuando digo trabajo, me refiero a ese gran volumen de práctica rutinaria que lleva al doctor a todas las casas de la tierra, y lo convierten no tan sólo en consejero, sino en amigo valioso. ¡Por él es que se nos mide y cotiza a todos! Lo que él es, nosotros somos, y ante los ojos del público la estima de que es objeto la profesión es la estima que a él se le tributa. Un doctor entendido y bien preparado es uno de los haberes de más alta cotización en una colectividad, y vale hoy día, como en la época de Homero, por otros muchos hombres. Como profesores, nuestra ambición máxima es hacerlo competente y nuestra preocupación constante como gremio debe ser salvarlo de todo mal. Sólo puedo referirme aquí a ciertos puntos en que es susceptible de mostrar un chauvinismo mezquino que es perjudicial para él y para nosotros.
En ninguna otra esfera de la vida muestra el médico general un espíritu más reaccionario que en lo tocante a sí propio. No me refiero tanto a sus hábitos descuidados, a la falta de sistema en su trabajo, o a no dedicar suficiente atención al aspecto económico de la profesión -faltas ésas que tan fácilmente lo asedian- pero deseo sí mencionar el no darse cuenta: primero, de la necesidad de un perfeccionamiento personal vitalicio, y segundo, del peligro que corre de que en aras de las exigencias de la práctica sacrifique el bien más precioso de todos, su independencia mental. La medicina es un arte dificilísimo de adquirir. Todo lo que el colegio puede hacer es enseñar al estudiante principios basados en los hechos de la ciencia, y proporcionarle buenas técnicas de trabajo. Esto no sirve más que para iniciarle por el buen camino, pero no lo convierten en buen médico- esto le incumbe a él. Como el vuelo del ave depende de la acción incesante de las alas, la maestría del arte exige esfuerzo sostenido, pero este esfuerzo sostenido es tan tremendo que muchos abandonan la contienda en su desesperación. Y sin embargo, sólo por virtud del estudio inteligente y persistente de la enfermedad, conforme a un plan metódico de exámenes, es que un individuo aprende gradualmente a correlacionar sus lecciones diarias con sus propias observaciones y las de sus compañeros, y así adquiere el juicio clínico. Hoy día, en realidad no es difícil para un individuo bien preparado mantenerse al tanto de la mejor labor realizada en su época. No tiene ni que ser muy científico en tanto que posea el verdadero aprecio de la relación de su arte con la ciencia, porque es verdad que en cierto sentido, un buen doctor puede tener práctica sin teoría, y arte sin ciencia. La familiaridad con el empleo de los instrumentos de precisión es una ayuda importantísima en su arte, y estoy profundamente convencido de que el laboratorio debe contar con tanto espacio como el dispensario. Una gran dificultad es que, mientras espera que los años le traiga el yugo inevitable, un joven se queda parado y pierde la constante familiaridad con la técnica que infunde confianza. Me gustaría que los médicos más viejos recordaran cuán importante es alentar y utilizar a los jóvenes que se les establecen cerca. En toda clientela numerosa hay una docena o más de casos que exigen ayuda diestra en el diagnóstico, y el médico general la puede tener a mano y tiene la obligación de utilizarla, y si no lo hace procede en una forma muy retrógrada e injusta para sí propio y para la profesión en conjunto. No tan sólo puede el médico viejo, si lleva arterias elásticas en su corteza gris, averiguar muchas cosas por conducto del joven, sino que en cada parroquia flota en el aire mucha sabiduría clínica que hoy día se malgasta o muere con el doctor viejo, por no haberse hecho amigo de los jóvenes.
En la lucha que tenemos que librar incesantemente contra la ignorancia y el charlatanismo entre las masas y las fatuidades de todo género entre todas las clases, el diagnóstico y no la medicación, es nuestra principal arma ofensiva. La falta de preparación sistemática en los métodos de reconocimiento de la enfermedad conduce al empleo erróneo de los remedios, a largas tandas terapéuticas cuando éstas son inútiles, y así directamente a esa falta de confianza en nuestros métodos que es susceptible de colocarnos ante los ojos del público al mimo nivel que los empíricos y los charlatanes.
Pocas personas llevan vidas de abnegación más devota que el médico de familia, pero puede dejarse absorber a tal punto en el trabajo que desconozca el ocio; apenas le queda tiempo para comer o para dormir, y como dice el Dr. Drummond en uno de sus poemas: “Único es, bien lo sé, que no tenga días de fiesta”. Esa vida de esclavitud encierra su peligro que puede hacerle perder algo más que la salud y el tiempo y el descanso: su independencia intelectual. Más que la mayor parte de la gente siente el médico la tragedia del aislamiento (ese aislamiento interno tan bien expresado en la estrofa de Matthew Arnold: “Millones de mortales vivimos solos”). Hasta en los distritos populosos el ejercicio de la medicina es un camino solitario que sube, torciéndose, hasta la cresta del monte y es fácil extraviarse, sin jamás alcanzar las Montañas DeleitablesDDEn el relato alegórico El Progreso del Peregrino.-Tr. a menos que encuentre bien pronto a aquellos pastores-guías de quienes habla Bunyan: Conocimiento, Experiencia, Vigilante y Sincero. Las circunstancias de la vida se combinan para fundirlo en un individuo dominante, lleno de confianza y concentrado en sí mismo, cuyas peores faltas a menudo participan de sus mejores cualidades. El peligro reside en que, si deja de pensar por su cuenta, se convierte en mero autómata, cuyos movimientos mecánicos lo ponen a la altura del dependiente de botica, que puede despachara específicos para todos los males, desde la pepita a la papada. La salsa de la vida para él está constituida por un juicioso escepticismo, no burdo y grosero, sino el sobrio espíritu de duda honesta expresado en la máxima de aquel viejo y astuto siciliano, Epicarmo: “Sed sobrios y desconfiados, he ahí los fundamentos de la comprensión”. Una gran ventaja también derivada de un escepticismo mental es que, según observa el historiador Green: “Uno jamás se sorprende o enfurece mucho al descubrir que los oponentes tienen razón”. Esto puede impedir que se engañe a sí propio, y que caiga en esa somnolencia médica que a tantos afecta, tan profunda como la somnolencia teológica que fustigara Erasmo, y que no impide escribir cartas, entregarse al libertinaje, emborracharse y hasta ganar dinero -somnolencia ésa tan profunda a veces que no puede despertar de ella ni la explosión de un torpedo.
Cierto escepticismo también puede mantener al médico fuera de las garras del viejo enemigo de su independencia profesional: la perniciosa literatura de nuestros vivanderos, literatura ésa que aumenta en volumen, en encantos chillones, y en impúdica audacia. A la farmacia moderna mucho le debemos, y a las técnicas farmacéuticas les deberemos mucho más en el futuro, pero la profesión no tiene enemigo más insidioso que esas grandes casas farmacéuticas establecidas en la línea divisoria de la moral médica. Dejando de ser un comensal honorable, la farmacia de este tipo amenaza convertirse en un enorme parásito que devora las entrañas del cuerpo médico. Demasiado bien conocemos la literatura espuria que inunda los correos y cada página de la cual refleja la verdad del axioma de que a mayor ignorancia, mayor dogmatismo. Gran parte de la misma está constituida por anuncios de panaceas lanzadas a los brazos de la profesión por individuos que trafican con la inocente credulidad del médico, más o menos en la misma forma en que el charlatán hace presa en el público inocente. Hasta las casas más respetables no evaden en su literatura este pecado de la arrogancia y del ignorante dogmatismo. Un enemigo todavía más peligroso de la virilidad mental del médico general es el representante de la casa de productos farmacéuticos. Aunque muchos de ellos son sujetos inteligentes, no faltan otros tan volubles como Casio, tan impúdicos como Autólico, y tan idiotas como Calibán, que describirán locuazmente las virtudes del extracto de la glándula coxígea para fomentar el metabolismo pineal, y están dispuestos a emitir opiniones rotundas acerca de asuntos sobre los cuales todavía abrigan dudas los más grandes maestros de nuestro arte. Ningún grupo de individuos con que tengamos que luchar patentiza mejor esa ignorancia máxima, la ignorancia que es el amor propio que hace que un individuo crea que sabe lo que no sabe, pero el esclavizamiento del médico por el químico manufacturero y por la renacida polifarmacia seudocientífica son temas demasiado vastos para discutirlos al final de un discurso.
Sin embargo, hay un sacrifico todavía mayor que muchos de nosotros ofrecemos, descuidada e irreflexivamente, olvidando que “no sólo de pan vive el hombre”. No se puede ejercer exclusivamente la medicina y ejercerla a todas horas, como tantos de nosotros tenemos que hacer, y evitar el maligno influjo que ejerce una vida rutinaria. Por interesante que sea la incesante concentración del pensamiento en un tema, aherroja la mente en un campo angosto. El médico necesita cultura así como erudición. El cuadro más antiguo que contiene la literatura, de un médico científico, en nuestro concepto del término, es el de un caballero griego cultivado; no importa si el joven trabaja entre las casas más bellas de la población o en los barrios pobrísimos, o en algún despoblado distrito campestre, no puede pasárselas con mera ciencia. En ninguna profesión representa la cultura tanto como en la medicina, y nadie la necesita más que el médico general, que trabaja entre toda clase de personas, muchas de las cuales se ven influidas tanto por su capacidad general, que pueden apreciar, como por su erudición, la cual no pueden medir. Ha pasado el día en que “el practicante de la medicina” puede ser como el Sr. Robert Levet, el amigo del Dr. Johnson, “obscuramente sabio y groseramente bondadoso”. Mientras más amplia y liberal sea la educación general de un individuo, mejor médico probablemente será, en particular para las clases superiores, para las cuales la simpatía y seguridad de un caballero cultivado del tipo de Erixímaco tal vez signifiquen mucho más que las píldoras y las pócimas. Pero ¿qué diremos de los sujetos del tipo del Sr. Robert Levet, o del viejo Dr. Fiset, cuyas virtudes se debaten en un círculo estrecho, de los médicos que atienden a las difíciles clientelas generales en los distritos más pobres de las grandes ciudades, en las poblaciones industriales y en las despobladas regiones agrícolas?-¿qué, os oigo decir, qué tiene la cultura que ver con ellos? Pues todo. Es el bicloruro que puede impedir la infección y mantener a un individuo sano y salvo en medio del ambiente más deprimente. De muy poco valor directo en su clientela, aunque los pobres tienen una percepción muy aguda del caballero, puede servir para impedir que sobrevenga la degeneración que suele agobiar al práctico atareado, y cuya naturaleza ya de por sí se inclina demasiado a dejarse guiar como la mano del tintorero por el material en que trabaja. Si un hombre no vende el alma, si no trafica su legado de independencia por un plato de potaje a los Ismaelitas que hostigan nuestra frontera y nos oprimen con sus exacciones, si únicamente puede mantenerse libre, las condiciones de la práctica no son en modo alguno incompatibles con las dotes que adornan al noble Cristiano de San Pablo o al caballero perfecto de Aristóteles (Sir Thomas Browne).
El que un individuo trate a sus hermanos profesionales caballerosamente o en forma ruin y mezquina, procede en parte del temperamento, y en parte de la educación. Si no tuviéramos más que luchar contra nosotros mismos, pocas dificultades habría, pero tenemos que confesar que el ejercicio de la medicina entre nuestros semejantes resulta a menudo ser una tarea ardua e irritante. Cuando hemos hecho todo lo que podemos o cuando si hemos cometido un error débese a faltarnos ciertos conocimientos especiales, pero más en particular cuando, como sucede a menudo, hemos empeñado los más nobles sentimientos de nuestro corazón, toda tergiversación a manos del enfermo y de sus amigos y toda la imputación de motivos bajos y toda calumnia hacen rebosar el vaso de la resistencia humana y justifican la indignación más justa. Las mujeres, nuestros mejores amigos y peores enemigos, son las principales culpables, y una agotará aquí los recursos del lenguaje para describir nuestros errores y fracasos, en tanto que otra allá elogiará tan indiscretamente a su médico favorito que sobre todos los demás vendrá a recaer una especie de ataque oblicuo. “Feminae sunt medicorum tubae”, he ahí un dicho viejo y verdadero. Es difícil saber si en conjunto no sufrimos precisamente por igual de esos elogios inmesurados. Pero contra ese mal estamos desamparados. Sucede algo muy distinto cuando dejamos desvanecerse la palabra oída; no escuchar es mejor, aunque no resulta siempre posible, pero el silencio sí lo es, y no tenemos en nuestro arsenal ninguna arma mejor que esta contra la mentira, la calumnia y la murmuración. Lo triste es cuando se presta fe al cuento, y éste afecta la reputación de un colega. Así comienza el peor maltrato que reciba el médico, y ¡a sus propias manos! Deja que se apodere de su alma el demonio del resentimiento, cuando una conversación franca de cinco minutos le hubiera podido conquistar un hermano. En una colectividad, ya grande o pequeña ¿qué hay más placentero que ver unidos a los hermanos? La amargura, el rencor, la hostilidad personal que muchos de nosotros recordamos de nuestros días de la juventud, han sido en gran parte reemplazados por un sentimiento mejor, y aunque la regla de oro no es siempre, como debiera ser, nuestro código de moral profesional, ciertamente nos hemos vuelto más caritativos unos para otros.
Al médico más antiguo de nuestras filas nos dirigimos para que nos sirva de ejemplo y si recuerda en las poblaciones más pequeñas y distritos campestres que es deber suyo dar la bienvenida al joven que se establece cerca, que debe estar dispuesto a actuar como mentor y no a considerarlo como rival, puede hacerse de un buen amigo, y quizás hasta obtener un hermano. Al hablar de la armonía profesional es difícil evitar las perogrulladas y las nimiedades, pero olvidándome de los viejos rancios de hábitos ya fijos, y apostrofando a los jóvenes a quienes tan caros son la simpatía y el aliento, y cuya manera de vivir tanto significa para la profesión que amamos, los instaría a seguir a San Agustín, de quien se dice en la Leyenda de Oro que “hizo grabar estos versos en su mesa:
Quisquis amat dictis absentum rodere vitam,
Hane mensam indignam ese sibi.
Es decir: “A todo aquél a quien le guste zaherir a alguna criatura que no esté presente, puede decírsele que esta mesa le está negada en absoluto”.
A la luz de todas nuestras Historias, Tradiciones, Proezas y Esperanzas, bien poco espacio queda para el Chauvinismo en la medicina. La mente abierta, el libre espíritu de la ciencia, la fácil aceptación de lo mejor de una y todas partes, una actitud de receptividad racional más bien que de antagonismo a las nuevas ideas, la relación liberal y amistosa entre diversas naciones y diferentes secciones de la misma nación, el sentimiento fraternal que debe caracterizar a los miembros del gremio más antiguo, más benéfico y universal que la raza haya producido en su marcha ascendente, estos conceptos deben neutralizar las tendencias que apenas he tocado ligeramente.
Comencé refiriéndome al arte de la abstracción como esa rara y preciosa cualidad exigida de todo aquél que desee obtener una vista filosófica de la profesión en conjunto. En otra forma y en otro sentido este arte puede ser todavía más precioso. A cada uno de nosotros le es posible obtener un tipo más alto de abstracción o desprendimiento intelectual, una especie de separación, de la vida vegetativa del mundo de cada día, que nos envuelve siempre demasiado, y quedando así capacitado cada individuo para obtener un verdadero conocimiento de sí propio y de sus relaciones con sus semejantes. Una vez obtenido, el autoengaño es imposible, y es posible hasta contemplarse a sí propio como lo ven los demás, y no siempre como le gustaría que lo vieran, y sus propios actos y los actos ajenos se destacan en su verdadera luz. En esta atmósfera la compasión para sí propio se confunde a tal punto con la simpatía y el amor para los demás, que no hay lugar a críticas o juicios severos de sus hermanos. Pero según observa Sir Thomas Browne, el más liberal de los hombres y más distinguido de los médicos generales: “Hay Pensamientos de cosas que los Pensamientos apenas tocan suavemente”, y tal vez baste con recordar a esta audiencia, formada de médicos prácticos, que la voz de la acción es más poderosa que la voz del habla.
- ADefinición: un espíritu estrecho y mezquino en asuntos nacionales, provinciales, colegiales y personales.
- BAsociación Médica Canadiense, Montreal 1902. Reproducido de: Aequanimitas, The Blakiston Company. Filadelfia. Tercera Edición.
- CEn ninguna parte de la literatura encontramos un cuadro tan encantador que muestre la posición del médico cultivado en la sociedad como el retrato trazado por Platón en los Diálogos, de Erixímaco, hijo también de un médico, Acumeno. En aquella época tan brillante el médico era el compañero y el amigo, y en los certámenes intelectuales el igual de los espíritus más escogidos.
- DEn el relato alegórico El Progreso del Peregrino.-Tr.
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Oct-Dec 2016