ARTIGO ARTICLE
Susana Belmartino 1,2 | Los valores vinculados a equidad en la reforma de la atención médica en Argentina
Equity issues in health care reform in Argentina |
1 Centro de Estudios Sanitarios y Sociales. España 401, 2000 Rosario, Argentina. | Abstract This article analyzes the historical and contemporary development of the Argentine health care system from the viewpoint of equity, a principle which is not explicitly mentioned in the system's founding documents. However, other values can be identified such as universal care, accessibility, and solidarity, which are closely related to equity. Nevertheless, the political dynamics characterizing the development of the country's health care system led to the suppression of more universalistic approaches, with group solidarity the only remaining principle providing structure to the system. The 1980s financial crisis highlighted the relative value of this principle as the basis for an equitable system. The authors illustrate the current situation with data on coverage under the medical social security system.
Resumen Este artículo analiza el desarrollo histórico y contemporáneo del sistema de atención médica en Argentina desde el punto de vista de la equidad, principio que no se formula explícitamente en sus fundamentos organizativos. Entre éstos se identifican otros valores, universalidad, accesibilidad, solidaridad, que pueden acercarse al valor equidad. Sin embargo la dinámica política que caracterizó el desarrollo del sistema de servicios condujo a la supresión de los enfoques más universalistas, permaneciendo tan sólo como principio ordenador del sistema la solidaridad grupal. La crisis financiera de los años 80 puso de manifiesto el relativo valor de ese principio para fundar un sistema equitativo. Para ilustrar la situación actual, se utiliza alguna informacion disponible sobre las condiciones de cobertura de beneficiarios del sistema de seguridad social médica. |
Equidad es un concepto ausente en el sistema de servicios de salud en Argentina. En los años de vigencia del modelo organizativo que predominó entre 1940 y 1990, el vocable equidad no aparece enunciado en la formulación de los principios ordenadores del sistema. Los referentes valóricos que se propusieron como sostén de su organización fueron universalidad, accesibilidad, solidaridad. Cada uno de ellos puede abordarse como una lectura parcial o un acercamiento al valor equidad, que para este artículo se define en términos muy generales como igualdad de oportunidades individuales para la satisfacción de un conjunto de necesidades básicas o aspiraciones socialmente definidas. En paralelo, universalidad remite al otorgamiento de una cobertura igualitaria a la totalidad de la población; accesibilidad a una relacion población/servicios que garantice la atención a todo aquél que la necesite y conforme a la índole de su necesidad, solidaridad a la utilización de los aportes individuales volcados al sistema de manera que genere subsidios cruzados entre aquéllos que más tienen y quienes más necesitan; perduración en el tiempo de aquél sencillo principio que orientó la actividad de las primeras asociaciones mutuales en el país: cada uno aporta según sus recursos, todos consumen según sus necesidades.
Si se busca un registro más amplio del universo de valores sociales vinculados a la salud y su atención, es posible retomar los principios propuestos para la reorganización del sistema de servicios en los años 70, momento de fuerte recuperación político-ideológica de los valores de justicia social y política redistributiva que habían presidido la transformación de la sociedad argentina en los años 40. En múltiples documentos surgidos de organizaciones que aspiran a liderar la reorganización del sistema de servicios se reiteran los valores básicos atribuidos a la organización sectorial en aquéllos años: el reconocimiento de la salud como valor social y derecho humano, garantizados por el Estado; la vigencia de la solidaridad como principio ético; la necesidad de poner en marcha una financiación que responda a los principios de solidaridad social y justicia distributiva.
También los profesionales médicos, a través de sus organismos gremiales representativos, defienden en esa coyuntura formas organizativas que se pueden pensar en términos de promoción de condiciones de equidad en la atención médica. Se habla en ese momento de una sola medicina para todos los habitantes del país que garantice a todos los individuos, en igualdad de condiciones, las mejores acciones de prevención, recuperación y rehabilitación de la salud, bajo la responsabilidad primaria del Estado.
Aún cuando las formas organizativas son objeto de una fuerte controversia que terminará obstaculizando cualquier reforma, los tradicionales principios ordenadores son defendidos desde todos los frentes. En ellos la noción de equidad sigue ausente, aunque parcialmente reconocida a través de otros referentes de valor (Belmartino & Bloch, 1994).
El eje del debate sobre la mejor organización del sistema de servicios se ubica, en esos años, en la tensión entre integración y pluralismo, presentándose ambas posiciones como defensoras de un modelo organizativo con capacidad de potenciar los valores tradicionales asignados al sistema. Esa tensión reproduce y sintetiza la dinámica política que constituye una característica histórica del sistema de servicios de salud: la confrontación entre racionalidad técnica vs. imperativos políticos, que desplaza a un segundo plano los valores propuestos como su fundamento - otorgándoles carácter de recurso ideológico legitimador - y resulta en el largo plazo en un modelo fragmentado, heterogéneo, ineficiente, estratificado y reforzador de exclusiones originadas a nivel del sistema económico y de la estructura social.
La hipótesis de trabajo que orienta la argumentación de este texto es que esa misma lógica sustentó los dos movimientos de reforma sectorial generados desde el Estado en la última década: el primero puesto en marcha a partir de 1991 bajo el gobierno del Presidente Carlos Menem; el segundo en construcción en este momento a partir de iniciativas surgidas de la Alianza de partidos actualmente en el poder. Antes de defender esa hipótesis, parece conveniente recuperar la importancia de la historia como generadora de condiciones capaces de modelar la efectiva implementación de políticas sectoriales.
Los pilares históricos del sistema: solidaridad grupal y particularismo
En trabajos anteriores se ha sostenido la continuidad entre mutualidades y obras sociales en la conformación del sistema de servicios en Argentina. Por esa vía la solidaridad grupal se conforma como un rasgo constitutivo del sistema de cobertura de enfermedad (Belmartino, 1996; Belmartino et al., 1991). Dado el interés central de este texto, vinculado a identificar la presencia del valor equidad en ese sistema, se hace necesaria una precisión adicional: si bien el principio de solidaridad puede aproximarse en sistemas de cobertura universal a las condiciones asociadas con la vigencia del valor equidad, la solidaridad grupal impone un primer límite a esa aproximación.
Ese es uno de los rasgos comunes a mutualidades y obras sociales: las mutualidades conformaron de manera temprana formas de previsión solidaria destinadas a financiar tanto la atención médica como otros riesgos vitales. Los factores convocantes que apelan a la integración de la población en tales organizaciones fueron en los primeros tiempos múltiples, generando los primeros estímulos a la fragmentación: la nacionalidad de origen, la pertenencia a determinado gremio, la adhesión a determinada religión u organización política.
De manera paulatina, en un movimiento que se afirma en los años 20 y 30, comenzaron a predominar las organizaciones que reunían a personas insertas en una misma actividad laboral, ya se tratara de miembros de un sindicato o empleados de empresas e instituciones privadas y estatales, y la financiación de la atención médica se convirtió en objetivo prioritario, aunque no excluyente, de la mayoría de ellas. La fragmentación originaria, sin embargo, no fue superada, aún cuando muchas organizaciones comenzaron tempranamente a considerarla como una limitación seria para el otorgamiento de una cobertura adecuada (Belmartino et al., 1987).
Sobre esa dispersión original, a partir de los años 40 el Estado comienza a poner en marcha políticas dirigidas a centralizar y normatizar las instituciones de atención médica. El gobierno que surge del golpe militar de 1943 y el posterior gobierno peronista de 1946-1955 llevan adelante un programa de expansión de las áreas sociales, en particular la organización de servicios de atención médica en todo el territorio nacional. Como consecuencia, se centralizará en un Ministerio de Salud de jurisdicción nacional la administración de las políticas sanitarias antes dispersas en diferentes ministerios o radicadas en jurisdicciones provinciales, y se producirá una notable expansión de la capacidad instalada del sector público, que duplicará en pocos años el número de camas (Belmartino & Bloch, 1994).
Ese impulso estatal hacia la consolidación de una forma institucional adecuada al fortalecimiento de los principios de universalidad, accesibilidad igualitaria y solidaridad identificados como fundamentos del sistema se ve limitado, en primer lugar, por la atención que el mismo gobierno peronista otorga a las demandas de los sindicatos, que prefieren organizar sus propios servicios de atención médica conforme a la tradición mutualista. Surgen así las primeras obras sociales, caracterizadas por la afiliación y el aporte obligatorios de los trabajadores de una determinada actividad y por la contribución de los respectivos empleadores.
Un segundo límite a la acción estatal en materia de salud se presenta a partir de la crisis fiscal del Estado, que en los años 50 se hará recurrente, y la nueva orientación política de los gobiernos posteriores a 1955, que procuran reducir la intervención estatal en aquellas áreas susceptibles de ser cubiertas por la actividad privada.
En consecuencia, las instalaciones de atención médica del subsector público ingresarán a partir de los años 60 en un lento proceso de deterioro, y las autoridades de salud demostrarán escasa vocación reguladora sobre las nuevas formas de financiación y organización de los servicios médicos, que quedarán bajo el control de dos grandes conjuntos de organizaciones de base corporativa: el que agrupa a las obras sociales en tanto entidades financiadoras de la demanda, respaldadas políticamente por la Confederación General del Trabajo, y el conformado por las organizaciones médico-gremiales y sanatoriales que logran el control oligopólico de la oferta.
La institucionalización del modelo
El sistema se institucionaliza en 1970 con el dictado de la Ley 18.610 (Argentina, 1970), por la cual se generaliza la cobertura de las obras sociales a la totalidad de la población en relación de dependencia. La sanción de esta ley significará, en la práctica si no en el discurso, la resignación de los principios de universalización y accesibilidad igualitaria, y conformará de manera definitiva un modelo basado en la solidaridad grupal. La integración será superada por el pluralismo, modalidad eufónica utilizada para designar un modelo particularista, ineficiente, destinado a reproducir en el sistema de servicios las desigualdades presentes en el mercado de trabajo y las derivadas del diferente acceso a las decisiones del Estado.
Las autoridades que sancionaron la Ley 18.610 (Argentina, 1970) eran plenamente conscientes de las deficiencias del modelo que estaban promoviendo. A fin de neutralizar sus tendencias más distorsivas crearon un organismo regulador, el Instituto Nacional de Obras Sociales (INOS), encargado de promulgar normas comunes a todas las obras sociales y administrar un Fondo Solidario de Redistribución, destinado a atenuar las diferencias de recursos resultantes de las condiciones laborales específicas de cada actividad.
La capacidad reguladora del INOS se mostró insuficiente para atenuar la heterogeneidad característica del sistema de obras sociales, puesta de manifiesto en las dimensiones de la cartera de beneficiarios, los recursos disponibles por beneficiario, la estructura de servicios ofrecida, el perfil de consumo por afiliado, las condiciones de accesibilidad determinadas por la diferente incidencia de copagos, la estructura de costos, y el modelo de organización de la atención médica desarrollado. De ello resulta un sistema conformado por un mosaico de distintas situaciones regionales y por actividad productiva.
A partir de la puesta en marcha del modelo se sucedieron diversos intentos de reformulación. Las reformas propuestas tendían, por un lado, a asegurar una mejor utilización de los recursos recaudados y mayor igualdad en la distribución de los beneficios, por el otro, a retirar a los sindicatos el control de las obras sociales, que paulatinamente se convirtieron en fuente de poder político y económico para esas organizaciones.
Tales intentos - producidos en 1973, 1978, 1985 - fracasaron ante la cerrada oposición de la Confederación General del Trabajo. En 1989, con la sanción de las Leyes 23.660 y 23.661 (Argentina, 1989a, 1989b), se modifica la normativa que regula el sistema. La Ley 23.661 otorga la conducción del sistema a un nuevo organismo dependiente del Ministerio de Salud y Acción Social, la Administración Nacional del Seguro de Salud (ANSSAL), que reproduce la inoperancia regulatoria de su antecesor, el INOS.
Dinámica de la distribución del ingreso, el empleo y las condiciones de pobreza
Un artículo reciente de Altimir & Beccaría (2000) permite construir una aproximacion sintética y disponer de una hipótesis interpretativa para la cuestión de la distribución del ingreso en Argentina en las últimas décadas. Para describir la dinámica de los últimos 25 años, los autores aplican coeficientes de Gini a la información proveniente de la Encuesta Permanente de Hogares que realiza el Instituto Nacional de Estadística y Censo (INDEC) con periodicidad semestral, diferenciando en el análisis los indicadores vinculados a ingreso de los hogares, ingreso de perceptores individuales y remuneraciones horarias. Los movimientos de más largo plazo requieren la compatibilización de diferentes mediciones, llegándose a algún consenso que permite formular una síntesis esquemática aplicable a las últimas seis décadas.
Para llegar a esa síntesis, puede tomarse como punto de partida el significativo aumento de 8 puntos porcentuales de la participación de los salarios en el ingreso total que se produjo en la segunda mitad de los años 40 y se mantuvo hasta 1953. Entre ese año y 1961 la desigualdad a nivel nacional aumentó moderadamente (a nivel de un 0,05 del índice Gini). El indicador se estabiliza a lo largo de los años 60 y comienzos de los 70; en contraposición, a partir de 1974, se constituye en una evidencia adicional de la crisis de integracion social que padece el país: en términos del coeficiente Gini aplicado al ingreso total del hogar, las diferencias se ubicarían entre un 0,356 para 1970 y un 0,447 para 1999; si se considera el ingreso per capita, los coeficientes respectivos serían 0,343 para 1974 y 0,472 para 1999 (Altimir & Beccaría, 2000).
Según la interpretación proporcionada en el estudio citado, la sostenida concentración del ingreso de los hogares, en el largo plazo, puede verse como el encadenamiento de resultados igualmente negativos de fases muy diferentes de un prolongado proceso de transformaciones. En la segunda mitad de los setenta, el principal factor que llevó a un aumento de la desigualdad que se reconoce como el más intenso de los últimos 25 años fue la contracción salarial, pieza central de la política de estabilizacion y liberalización de la economía puesta en marcha por el gobierno militar de 1976-1983. En los 80 el deterioro distributivo habría estado más enraizado en la inflación y el desempleo que en cambios estructurales a nivel de la producción. A partir de 1991, en un contexto de estabilidad de precios y recuperación económica con cambio técnico, la principal responsabilidad en el aumento de la desigualdad se adjudica a la irrupción del desempleo estructural. En el período más reciente, en cambio, el incremento de la desigualdad se vincula a la diferenciación de ingresos por niveles educativos. Ese proceso se manifiesta desde 1994, cuando comienza a crecer la dispersión de las remuneraciones de los ocupados.
En relación a la desocupación basta señalar que ésta, en ese año, alcanza un pico de 18,4%, decae lentamente hasta 1998, cuando registra un porcentaje de 12,2% y vuelve a crecer impulsada por la recesión de los últimos años para ubicarse en mayo de 2000 en 15,4% y, en octubre, en 14,7%.
En este breve repaso del deterioro de la situación de población de menor ingreso es necesario también consignar la incidencia del trabajo en relación de dependencia no reconocido como tal, que supone la falta de cobertura social para el trabajador y su familia. Según la información disponible, un 72% de los nuevos empleos generados a lo largo de los años 90 constituiría trabajo no registrado o "en negro".
En lo vinculado a las dimensiones de la población en situación de pobreza, las formas usuales de medición han diferenciado aquélla con necesidades básicas insatisfechas (que identifica a los pobres estructurales) y la conformada por los hogares cuyos ingresos no cubren los costos de una canasta de bienes y servicios básicos (nuevos pobres) o de una canasta de alimentos en condiciones de proporcionar los nutrientes necesarios para una familia tipo (indigentes). La primera modalidad de registro identifica la pobreza que afecta a sectores sociales que han vivido históricamente en situaciones de carencia. El porcentaje de hogares afectados disminuyó desde 16,4% en 1980 a 12% en 1996. El segundo tipo de registro - que opera definiendo una línea de pobreza - identifica a los sectores recientemente pauperizados que, aunque satisfacen sus necesidades primarias, no reciben ingreso suficiente para la adquisición de la canasta básica de bienes y servicios. El porcentaje de población afectada creció en forma significativa en un período de quince años en aquéllos centros urbanos donde se concentra la medición estadística (Capital Federal y Gran Buenos Aires), pasando de representar el 3,2% de la población, al principio de los años 80, a constituir el 18,9% de los hogares, o el 26,7% de las personas en octubre de 1999.
En marzo de 2000 se conocen las primeras cifras oficiales para la totalidad del país: el 37% de la población - que suma 12 millones de personas si se consideran las que viven en ciudades de más de cinco mil habitantes, y 14 millones si se incluye la población rural y la asentada en aglomerados pequeños - no tiene el ingreso suficiente para comprar una canasta básica de bienes y servicios, estimada para la Capital Federal en 490 pesos/dólares mensuales para una familia tipo, conformada por matrimonio y dos hijos. Entre ellas, casi cuatro millones de personas se ubicaban por debajo del nivel de indigencia, no disponiendo de los 235 pesos mensuales que les permitirían el acceso a la canasta básica de alimentos (SIEMPRO, 2000).
Los datos presentados ilustran por sí sólos el deterioro de las condiciones de vida de los sectores más desprotegidos de la sociedad argentina. No se ha registrado un crecimiento en paralelo de los recursos afectados a solucionar sus problemas de salud/enfermedad, ya sea por una mayor asignación presupuestaria o por un manejo más eficiente de los disponibles. Los problemas asociados a la desocupación y la dispersión de las remuneraciones de los ocupados han agravado la crisis financiera preexistente en las obras sociales. El empobrecimiento relativo de la población con ese tipo de cobertura ha aumentado el flujo de demanda hacia el subsistema público, que se ha visto en paralelo afectado por las políticas de contención del desequilibrio fiscal. Este panorama debe conservarse como telón de fondo, cuando se trata de evaluar en términos de equidad los resultados de las disposiciones de reforma del sistema de servicios de atención médica.
La eficacia de las políticas de reforma
La diferencia en los recursos destinados a la cobertura de los beneficiarios de obras sociales de diferentes jurisdicciones coloca en la mesa de debate dos problemáticas relativamente asociadas: la eficacia de las políticas de reforma y el mantenimiento de la fragmentación y de la heterogeneidad en la cobertura de diferentes poblaciones.
Los pobres resultados de la política de reforma han sido reconocidos en un artículo reciente por uno de los miembros clave del equipo a cargo de su diseño. Señalando el problema como parte de lo que se caracteriza como fracaso sanitario de la Argentina (Giordano & Colina, 2000), las causas del desempeño deficiente no se relacionan con las estrategias seleccionadas sino con los límites en su implementación. En paralelo, se rechaza el argumento que vincula el pobre desempeño sectorial a la situación económica del país, el desempleo, la informalidad y la política de reducción de las contribuciones patronales, sosteniendo que la causas de ese fracaso no radican en carencias financieras, sino en la deficiente organización que continúa imperando en el sistema de salud. Es en este punto donde la tensión entre racionalidad técnica vs. imperativos políticos muestra su continua vigencia en la implementación de las políticas definidas para el sector.
Para disponer de un punto de comparación entre objetivos propuestos y resultados obtenidos por las políticas de reforma conviene recuperar aquí los rasgos generales del diagnóstico elaborado por los reformadores y el derrotero de los cambios anunciados.
En ese diagnóstico, el pobre desempeño del sistema de obras sociales estaría vinculado a la obligación impuesta a cada trabajador de canalizar sus contribuciones de seguridad social médica a la obra social correspondiente al respectivo sindicato. Se constituiría por ese mecanismo una población cautiva, no se produciéndo por consiguiente incentivos para mejorar la calidad y la cantidad de los servicios brindados, ni para organizar una administración más eficiente de los respectivos recursos. En consecuencia, se considera que la generación de un cierto nivel de competencia entre las distintas organizaciones en cuanto a la captación de sus beneficiarios podría, por una parte, estimular en ellas la búsqueda de mayores niveles de eficacia y eficiencia en la gestión de los recursos a su cargo, por la otra, atenuar las grandes disparidades existentes en relación al número de beneficiarios y disponibilidad de recursos, en tanto elementos de la heterogeneidad del sistema alegados recurrentemente como causa de la disparidad de beneficios otorgados a la población a cargo.
Otro de los componentes críticos del sistema se vinculaba a la existencia de una proporción creciente de beneficiarios obligados a acudir para su atención a los servicios del subsector público. Esto se relaciona con las dificultades financieras que obligan a las obras sociales a establecer copagos para el acceso a las diferentes prácticas. A ello se suma el cobro por parte de la gran mayoría de los profesionales de un pago adicional, denominado plus, en el momento de realizarse la prestación. Estos gastos de bolsillo que deben efectuarse en el momento de solicitar la atención limitan el acceso a los servicios financiados por las obras sociales de la población beneficiaria de menores recursos, que se ve obligada por consiguiente a acudir a las instituciones del sector público.
Esta circunstancia, de reconocimiento generalizado, otorga fundamento a la idea de poner en práctica mecanismos que permitan el cobro de estas prestaciones por parte de los hospitales y centros de salud, de manera de allegar nuevos recursos que alivien su condición crónica de definanciamiento y deterioro.
La posibilidad de establecer contratos entre el subsector público y las obras sociales constituye, por consiguiente, uno de los estímulos subyacentes a la política de descentralización hospitalaria, unida a la expectativa de generar por esa vía una mayor eficiencia en la utilización de los recursos que le son asignados por los respectivos presupuestos.
Más allá de ese diagnóstico formulado sobre algunas distorsiones reconocidas en el sistema de servicios y la confianza en la competencia como mecanismo adecuado para superarlas, los objetivos de cambio de los reformadores fueron expresados en términos muy generales que, sin embargo, indican la orientación que se procuraba imprimirles. En primer lugar, sería necesario señalar que no buscaban una transformación del sistema con orientación universalista. No hay mucho para reprochar a esa actitud: todos los intentos anteriores en ese sentido habían fracasado, el último de ellos el proyecto de seguro nacional de salud propuesto en los primeros años del gobierno del Presidente Alfonsín. Tampoco se explicita, en este caso, una preocupación por la equidad, la integralidad de la atención o el acceso igualitario. Los reformadores de los 90 tenían objetivos más limitados, vinculados a ordenar el sistema de manera de hacer más eficiente la utilización de los recursos existentes, conservar los rasgos solidarios que permitirían la conformación de fondos de enfermedad con un adecuado pool de riesgo, estimular la existencia de subsidios cruzados en su interior de modo de evitar la selección de riesgo, garantizar una cobertura mínima a la totalidad de la población y promover la competencia entre aseguradoras por la captación de la demanda de cobertura y entre proveedores por los contratos de provisión de servicios (Giordano, 1993).
También es indudable, aunque menos reconocido, que los reformadores no ponían su confianza en dejar la regulación del sistema en manos del mercado. Si bien la opción por la competencia se esgrime como estrategia para racionalizar la cobertura de la obras sociales y la relación entre éstas y los provedores directos, esa demostración de confianza en las reglas del mercado no se defiende en oposición a la acción reguladora del Estado, sino como mecanismo para superar el control en manos de sindicatos y corporaciones profesionales. La libertad de elección y contratación se define en oposición al oligopolio corporativo. La perspectiva del equipo que inicia la reforma desde el Ministerio de Economía radica en ordenar el sistema a partir de una dinámica de competencia; sin embargo, no deja de considerar las especificidades del mercado de salud que tornan indispensable la acción correctora del Estado. Esta actividad reguladora debía centrarse en algunos puntos clave: el mantenimiento de la obligatoriedad del aporte; la efectivización del principio solidario para hacer viable la cobertura de la población de menores recursos; la definición de un paquete básico de servicios que se garantizaría a la totalidad de los beneficiarios; el control del cumplimiento de las normas relativas a la solvencia económica y la calidad del servicio ofrecido por las entidades financiadoras (Giordano, 1993).
El interés por regular la actividad de las instituciones financiadoras no estuvo acompañado por una preocupación equivalente en relación a la oferta de atención médica. El supuesto que orienta la reforma en esta área es la generación de una competencia entre proveedores definida por calidad y precio, de manera de garantizar un adecuado value for money en la aplicación de los recursos del sistema. La acción del Estado se limitaría en este caso a la acreditación y categorización de los servicios de atención. Tampoco se otorga suficiente importancia a las limitaciones que enfrenta el consumidor para realizar opciones adecuadamente informadas en el mercado de la atención médica (Belmartino, 2000).
Las dimensiones de este trabajo no permiten una descripción completa de los instrumentos aplicados a la reforma. En términos muy generales habría que señalar que la desregulación de las obras sociales se produjo de manera incompleta y tardía, mientras la vigencia de la libertad de contratación entre entidades financiadoras y proveedores se impuso rápidamente y modificó significativamente la estructura y organización de la oferta de servicios. Independientemente del fracaso de la desregulación y de la introducción de mecanismos de competencia, la preocupación por mejorar la gestión de las obras sociales tuvo un respaldo importante del Banco Mundial, que otorgó créditos en condiciones muy favorables a las entidades que aceptaban participar de su programa de reconversión. En lo referido al sector público, la transformación del hospital a partir de su incorporación al régimen de auto-gestión tuvo efectos limitados. La captación de nuevos recursos no fue significativa, la preocupación por la eficiencia se canalizó en algunas jurisdicciones en el fortalecimiento de la atención primaria, la heterogeneidad de situaciones siguió siendo la regla, reproduciendo lógica de particularismo que caracterizó el desarrollo histórico del sistema.
Para recuperar el objetivo inicial de este trabajo se intentará a continuación evaluar algunos resultados que pueden ser leídos en términos de realización de las transformaciones esperadas y, accesoriamente, de mayor o menor equidad presente en la organización del sistema.
Resultados de la reforma: la situación de las obras sociales
Es posible proponer una evaluación del impacto de las políticas de reforma en la estructura del sistema de obras sociales a partir de la información estadística contenida en una publicación de la Superintendencia de Servicios de Salud, que permite un diagnóstico general de la distribución de beneficiarios y recursos y la utilización de atención médica (Superintendencia de Servicios de Salud, 1999).
La primera observación que surge del análisis de esa información es la perduración de la heterogeneidad en la distribución de recursos y beneficiarios por obra social. Si la desregulación fracasó como instrumento de racionalización de las obras sociales, es evidente que también fracasaron los incentivos presentes en los acuerdos con el Banco Mundial y la política de seguimiento y control a cargo de la Superitendencia de Servicios de Salud (SSS), organismo creado a partir de las recomendaciones del Banco como instancia técnica de supervisión, fiscalización y control de los agentes que operan en el sistema.
Conforme a los datos proporciondos por la SSS, el número de obras sociales habría disminuído de un total de 361 registradas en 1994, a 290 en febrero de 1999. Por diferentes razones - datos muy incompletos, inscripción de instituciones que no registran beneficiarios a cargo y otras situaciones particulares-, el análisis que se presenta a continuación se ha limitado a 257 obras sociales.
Lo que interesa destacar aquí es la gran dispersión de beneficiarios entre las obras sociales sindicales que sigue reproduciendo la estructura anterior a la reforma: un 10% de las instituciones cuenta con más de cien mil beneficiarios, mientras el 56% tiene menos de diez mil. Ante la contundencia de las cifras, hace innecesario subrayar las diferencias resultantes en capacidad de gestión de riesgo.
Sin embargo, el agrupamiento de las obras sociales según su número de beneficiarios oculta la disparidad de recursos interna al sistema: el rango de ingreso por individuo protegido se ubica en registro relativamente estrecho: desde 45 a 29 pesos por beneficiario por mes, generando la apariencia de un sistema relativamente igualitario. El problema aparece con otros matices si las obras sociales se agrupan según el ingreso por beneficiario. Esa estrategia de análisis muestra una estratificación neta según niveles de ingreso:
En el primer nivel, definido por un ingreso superior a los 40 pesos mensuales por beneficiario, se ubican dos grandes conjuntos de obra sociales, el que agrupa al personal de dirección de empresas (23 obras sociales) y el que nuclea a las actividades mejor remuneradas entre las obras sociales sindicales (74 obras sociales), que reúnen, respectivamente, 79 y 69 pesos por beneficiario por mes. En este nivel se ubican el 16,6% de los beneficiarios y el 35,45% de los recursos del sistema.
En segundo término se ubica otro conjunto, definido por ingresos mensuales promedio entre 20 y 40 pesos por beneficiario, más importante en cuanto al número de beneficiarios cubiertos (30,92% de los beneficiarios, a los que corresponde el 26,63% de los recursos del sistema). Se trata de un conjunto de 99 obras sociales, con un rango de ingresos promedio de 29 pesos por beneficiario.
El tercer nivel, conformado por 44 obras sociales, corresponde a aquéllas que cuentan con recursos por beneficiario en un rango entre 10 y 20 pesos mensuales. En este punto se registran ya dificultades serias para alcanzar una cobertura suficiente: el 20,56% de los beneficiarios tiene a su disposición el 10,56% de los recursos del sistema, con un ingreso promedio algo menor a 16 pesos mensuales por beneficiario.
El cuarto nivel expresa condiciones de carencia, haciéndose difícil imaginar cómo esta población podría obtener la cobertura de atención médica para la cual aporta un porcentaje de su salario. Reúne las obras sociales con un ingreso menor a diez pesos por beneficiario por mes, 16 instituciones, con un promedio de poco más de seis pesos mensuales por beneficiario. En términos porcentuales representan una porción ínfima del sistema en cuanto a los beneficiarios, 1,03%, y desdeñable en cuanto al monto de recursos involucrados, el 0,18%. Se trata, sin embargo, de poco más de 170.000 seres humanos, seguramente viviendo en condiciones de carencia, pese a tener un empleo en regla y realizar los aportes requeridos para tener derecho a la protección del sistema.
Las cifras reflejan con claridad los límites de la solidaridad grupal como mecanismo apto para construir un sistema que garantice un acceso igualitario a la cobertura de atención médica.
Para completar este intento de aproximación a las condiciones de equidad vigentes en el sistema de seguridad social médica puede ser útil mostrar las disparidades registradas en la utilización de servicios entre beneficiarios de las obras sociales.
La Tabla 1 ilustra dos distorsiones frecuentes en la compra de atención médica para sus beneficiarios por parte de las obras sociales. La primera es la subprestación, que puede resultar de dificultades de diferente índole para el acceso de los beneficiarios al sistema de servicios o de una estrategia de los proveedores destinada a reducir el consumo de atención cuando el contrato con la institucion financiadora se negocia sobre la base de un pago por cápita. La segunda es la sobreprestación, motivo reconocido de definanciación del sistema cuando los contratos se negocian a partir de la libre elección del médico por el usuario y el pago por prestación, que recibe un estímulo adicional cuando se verifica un sobredimensionamiento de la oferta y profesionales disconformes con la remuneración que perciben. Las cifras que ilustran el problema se sintetizan en la Tabla 1.
En ese Tabla se presentan las obras sociales según ingreso mensual por beneficiario, y dentro de cada categoría se discrimina el número de beneficiarios según un indicador que procura medir diferentes niveles de utilización. Para elaborarlo se ha definido como norma un número de consultas por beneficario/año entre tres y seis; la subprestación estaría representada por menos de tres consultas beneficiario/año y la sobreprestación por más de seis. La definición de lo que sería utilización según norma no es arbitraria, se basa en las estipulaciones más comunes de los contratos capitados, que establecen como uno de los criterios para evaluar utilización un promedio de 5 consultas por beneficiario/año. Puede, por consiguiente, considerarse que el cuadro se ha organizado sobre un criterio amplio de norma, que otorga mayor significación a los casos que se ubican fuera de ella.
Las conclusiones a extraer de la información presentada son relativamente simples: están afectados por una utilización de la atención médica por debajo de los promedios históricos utilizados para establecer los parámetros en contratos capitados un 63% de los beneficiarios de las obras sociales con ingresos promedio entre 20 y 40 pesos, un 70% de los beneficiarios de aquéllas que registran ingresos entre 10 y 20 pesos y un 93% de los beneficiarios de obras sociales con menos de 10 pesos mensuales por beneficiario. Esta aproximación elemental a los registros de utilización de servicios muestra los límites de la solidaridad grupal para garantizar un acceso a condiciones básicas de atención médica de los sectores de medianos y bajos recursos. Cuanto mayor es la estratificación por ingreso de los grupos que colocan sus aportes en instituciones organizadas según ese principio, más distante se ubicará el resultado de condiciones asociadas con equidad en la relación necesidades/recursos destinados a satisfacerlas.
Tanto las autoridades que llevaron adelante la reforma de comienzos de los años 90, como aquéllas que están programando en este momento (enero de 2001) una reformulación más solidaria del sistema de obras sociales, procuraron compensar ese déficit con una redistribución basada en los recursos del Fondo Solidario de Redistribución, instituído por la Ley 18.610/70 (Argentina, 1970) y manejado desde entonces en términos puramente políticos, sin llegar a cumplir la función que esa legislación le encomendaba: distribuir recursos desde las obras sociales con mayor ingreso por cápita hacia aquéllas en condiciones menos favorables.
En procura de revertir esa situación, se dispone, en 1995, la utilización de los recursos del Fondo Solidario de Redistribución (FSR), provenientes de un 10% de los aportes y contribuciones recaudados por la totalidad de las obras sociales, para garantizar a la totalidad de los beneficiarios del sistema un aporte mínimo de cuarenta pesos por grupo familiar. Dado que la dimensión promedio del grupo familiar en el conjunto de obras sociales era de 2,5 miembros, se estimaba un ingreso mínimo de aproximadamente dieciseis pesos por beneficiario. Las cifras presentadas de ingresos por beneficiario muestran que ese supuesto no se cumplió, al menos para aquéllas instituciones que declaran un promedio de ingreso por beneficiario menor a diez pesos mensuales. Esa aparente inconsistencia puede ser explicada con la presencia de trabajadores empleados a tiempo parcial o en actividades estacionales, que pueden tener ingresos provenientes de otra ocupación y la correspondiente cobertura.
La actual administración avanza sobre ese mecanismo solidario a partir de dos estrategias. La primera consiste en modificar el mecanismo de cálculo de las contribuciones realizadas por las obras sociales al FSR, pasando de una contribución uniforme del 10% a un esquema de contribución según salario: hasta 700 pesos, la contribución será del 10%, en un salario de 700 a 1.500 llegará al 15% y aumentará a un 20% en los salarios superiores a 1.500 pesos. En segundo término, la garantía de ingreso mínimo deja de calcularse sobre el grupo familiar y pasa a ser de veinte pesos por beneficiario.
Ambas políticas pueden interpretarse como intentos orientados a mejorar la equidad del sistema, superando los límites propios de los mecanismos de solidaridad grupal y garantizando un subsidio desde los grupos de mayor ingreso a aquéllos con recursos insuficientes para financiar una cobertura adecuada. Ambas, sin embargo, tienen al menos dos limitaciones. En primer lugar, el subsidio no se establece por un cálculo de las necesidades de los usuarios - o de los costos previstos para su demanda de atención médica -, sino en función de la posibilidad de recaudar nuevos recursos (imposición del Impuesto al Valor Agregado a los seguros privados) o de redistribuir de manera más progresiva los recursos existentes en el sistema; nada garantiza que los nuevos ingresos por beneficiario sean suficientes para brindar la cobertura necesaria. En segundo término, la regulación de la SSS se limita a las relaciones entre beneficiarios y obras sociales, no se verificándose avances en la regulación de las relaciones entre financiadoras y proveedores, y menos aún de las establecidas entre proveedores y pacientes: no se ha avanzado con la categorización de los servicios, largamente anunciada, no se han regulado la incorporación y la utilización de tecnología compleja, no se estimula la utilización de normas de gestión clínica, no existe ningún tipo de supervisión sobre el cumplimiento de los contratos firmados entre obras sociales y redes de proveedores en términos de la efectiva atención brindada.
Breve reflexión final
Buscar la equidad en relaciones sociales que nunca la identificaron como valor sustantivo parece una tarea imposible. En sistemas como el argentino las tensiones entre universalidad/ particularismo; ciudadanía/clientela; representación territorial/corporativismo; decisiones institucionales/puja distributiva; organizaciones de base popular/sindicatos controlados por cúpulas prebendarias, son las que verdaderamente importan en la definición del sistema de servicios de atención médica. Los referentes valóricos forman en general parte de un discurso basado en el deber ser tecnocrático y son rápidamente superados por la necesidad de dar respuesta a exigencias provenientes del sistema político. No toda la responsabilidad incumbe a los dirigentes, sin embargo, hay rasgos de la cultura política que seguramente inciden en la pasividad de los ciudadanos/beneficiarios. Por motivos aún no suficientemente explicados, la apelación a la ciudadanía no ha incorporado nunca como ingrediente sustantivo la demanda de servicios de salud. El acceso a la atención médica se percibe como una cuestión privada, la relación con el médico lo es aún más; ningún dirigente - sindical o médico - ha reconocido nunca el carácter público del sistema de contribuciones obligatorias, rechazando el derecho del Estado para intervenir en su funcionamiento.
La perspectiva patrimonialista que domina en el sistema explica la aceptación de la lógica de solidaridad grupal utilizada para organizar sus instituciones de cobertura. Los lazos integradores, nunca demasiado fuertes, se debilitan progresivamente, dando paso a una lógica de presiones particularizadas que constituye la principal fuerza de regulación del sistema.
Referencias
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Recibido el 20 de febrero de 2001
Versión final presentada el 17 de septiembre de 2001
Aprobado el 4 de diciembre de 2001